
Descripción de Capítulo 7 482op
Diarios de un viajero seriamente viajado - Capítulo 7 2a3i6u
Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.
Como las distancias son modestas, nos detenemos a comer en Huesca para, después, tomar el camino hacia Alquézar.
El objetivo es la colegiata Castillo de Santa María la Mayor, escenario muy principal de una famosa serie de televisión, Juego de Tronos, de la que todo el mundo habla, y de la que yo no conozco más que el título, pues no he visto ni un solo capítulo.
Sin embargo, nada más aparcar el coche, echar a caminar y entrar en la calle primera, que es un inmenso belvedere, lo que me deja sin palabras es la visión del pueblo, la colegiata, el barranco del río, los últimos gestos de la sierra de Guara, y la llanura que se abre frente al caserío y ante nosotros.
Bajo la nítida luz del primer atardecer Alquézar muestra su belleza sin modestia, y con el orgullo majestuoso que los siglos han depositado en su aire y en sus piedras que, del siglo del XI al XVI, convirtieron la arrogante fortaleza musulmana en una delicada colegiata cristiana guardando la entrada del río Vero en su valle feraz.
Un estratégico promontorio recubierto por el caserío del pueblo como un zócalo sobre el que se asienta la colegiata, y del que emerge la torre vigía, con la muralla que ciñe su recinto cuyos muros almenados se funden con las pétreas cresterías que cierran el declive natural hasta el fondo del cañón del río.
A sus pies se asienta la iglesia de San Miguel y, en frente, la torre vigía del castillo mira de igual a igual el acantilado que yergue su mole desafiante sobre el vacío que los separa.
Atravesar las calles del pueblo en dirección a la colegiata es sentir que los pasos nos llevan, y nos traen por una edad media presente cuando cruzamos el arco gótico con el escudo de la villa, que es la única de las antiguas puertas de que quedan, la curiosa calle Dragones de la que arranca un pasadizo que va a dar a la plaza Rafaela Hierbe, la antigua plaza mayor, rodeada de soportales, y los callizos, una red de callejones cubiertos que conectan todo el pueblo, y de entre los que destaca el llamado pasador de casa La Illa, con una parte del pavimento desgastado por el uso.
El camino que hemos elegido nos conduce directamente al pie del grandioso zócalo de piedra sobre el que se asienta la colegiata y nos depara una sorpresa inesperada, una primera ruta de pasarelas del río Vero, corta pero impresionante, que nos deja asomarnos al barranco del río en toda su grandeza, y contemplar las oquedades en las paredes del acantilado, así como la salvaje vegetación que cubre el paraje.
Desde los barandales de un mirador se puede irar esta explosión de hermosura natural, pero también desde un balconcito al que se llega atravesando una enorme cortadura abierta en la mole inmensa del monte, desde ambos belvederes se puede apreciar la magnitud del precipicio que nuestra mirada calibra con asombro, y la agreste escarpadura sobre la que se desarrolla el pueblo y que, irresistiblemente, me recuerda la de la ciudad alta de Cuenca a lomos de las hoces del Huécar y el Júcar.
Como en la plaza nos han contado que la colegiata ya ha cerrado sus puertas a los viajeros, nos demoramos en recrearnos en su entorno natural, tan espectacular y bello.
No obstante, cuando nos vamos acercando a la puerta de , rodeando su monumental arquitectura sobre el promontorio, descubrimos en un informativo que no es así, que está aún abierta y que disponemos de 45 minutos para visitarla.
Echamos a correr, pero la entrada está en todo lo alto, y hemos de llegar subiendo una ardua pendiente, e interminable por el agobio y la fatiga, que, finalmente, nos deja atravesar el umbral de la colegiata.
El chico que controla el , consciente de los 100 metros libres y cuesta arriba que hemos hecho, y puesto que solo queda media hora para el cierre nos franquea el paso libre, sin cobrarnos tique de peaje, y, además, nos aconseja calma, que hay tiempo.
Efectivamente, la visita no permite circular por todo el recinto, sino que se circunscribe a unos pocos lugares del monumento alrededor del claustro.
Así, sin pausa pero sin prisa, podemos irar las pinturas murales de los muros, ejecutadas desde el siglo del XV al XVIII, y que recrean escenas del Antiguo Testamento, también la iglesia renacentista sanexa y su interesante retablo mayor con su mueble de madera dorada y sus tallas policromadas, subimos igualmente a la planta alta pero sus estancias están ya clausuradas, entre ellas el museo que guardan, y solo podemos deleitarnos con la visión del valle, del pueblo y de los recintos defensivos de la colegiata.
Más nos recreamos en el bello claustro de aire románico, aunque fuera construido en el siglo XIV, con su llamativa forma trapezoidal, algunos sugestivos capiteles originales.
Y ya no hay tiempo de más, hemos de abandonar el lugar, no sin agradecerle al encargado su infinita cortesía, puesto que no nos ha acuciado con prisas ni nos ha escatimado el tiempo regalándonos, incluso, algunos minutos finales.
De camino hacia el coche podemos seguir.
Casi paso a paso el espléndido atardecer que cierra su telón de nubes y destellos sobre Quezar, la sierra cercana, el Valle del Vero y nosotros mismos, caminantes hacia nuevas sensaciones, tras metabolizar las que hemos recibido hoy con tanta emoción e intensidad.
Jornada luminosa y relajada.
El viaje a Ordesa es ligero y fluido, bosque, aire, montaña y un horizonte de ánimo en ascensión.
Nítidos, preciosos, ordenados, los pueblos del norte y vecinos de las cumbres y los valles.
Ascendemos al Valle de Ordesa desde Torla.
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