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Diarios de un viajero seriamente viajado - Capítulo 3 p2b48
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Cuando salimos del baptisterio la piazza parece más pequeña o más limitada por el asedio y el rebumbio de los visitantes, que ponen difícil encontrar y seguir las veredas interiores y exteriores que nos permitan alcanzar el genio sutil del lugar, traspasar el umbral de su belleza total, que es la de un inmenso y delicado brocado en piedra y mármol, pleno de sorpresas y exquisiteces cinceladas con los sentidos abiertos por todos los artistas que lo crearon como un infinito homenaje a Dios, y las personas que confían en él, y las que sólo buscan en su regazo reposo y reflexión. Mucho ruido, muchas filas interminables de condotieros de ocasión al servicio de Facebook gesticulando para sujetar la inclinación de la torre en los objetivos de la cámara.
Antes de marcharnos, nos solazamos por última vez con la radiante mañana, los mármoles luminosos, los mensajes de toda esta hermosura artística, y la espléndida alfombra de hierba, más verde que si la hubiera repintado Auguste Renoir para que pasáramos Alfonso y yo por allí. Iniciamos el regreso caminando hacia la estación del ferrocarril, y nos acompañan varios colegas pisanos que nos dan amena conversación, Galileo Galilei, contento por su rehabilitación, aunque nos confiesa que no se libra de la amargura por la retractación sobre sus trabajos a la que la Inquisición le forzó para librarse de la pena de muerte, Horacio Gentileschi, muy satisfecho por la general consideración que ha merecido la obra de su hija Artemisia, Gillo Pontecorvo, que nos va a dejar pronto, impaciente por filmar alguna de las efímeras revoluciones de la actualidad y Antonio Tabucci, que nos habla de sus saudades lisboetas. Y, a poca distancia de nosotros, camina con timidez y casi con reparo de alcanzarnos, un colega con Aureola, nos cuentan que estorpes de Pisa, que fue gladiador y soldado de la guardia personal de Nerón, que las predicaciones de San Pablo lo convirtieron al cristianismo, que proclamó su fe con indesmayable orgullo, negó ante él.
Emperador la condición divina de alguna de sus diosas favoritas, y que al negarse a renunciar a su nueva fe Nerón mandó decapitarlo. Parece que su cabeza fue arrojada al río, así que, cuando cruzamos el Puente del Medio escrutamos con rayos X en los ojos las aguas del Arno por si la veíamos. Pero no, no la vimos. Nos despedimos de todos, incluso del santo, subimos al tren y volvimos a Florencia en olor de santidad y martirologio. Una mañana soleada y el alma dichosa por las bendiciones de Giotto provocan el gusto de caminar arropados por la luz del aire y la brisa del Arno, que se adivina cercano, y el paseo nos lleva desde la Piazza Santa Croce hasta el Ponte Alegrazie. Lo cruzamos y seguimos la orilla del río, mirando la hilera de edificios a cuyos pies discuren las aguas con una placidez verdosa, variopintas construcciones sobre las que despuntan los grandes hitos urbanos de la ciudad, la cúpula del Duomo, la Flecha del Campanile y la Torre de Arnolfo.
Destaca, entre el amarillo encendido de los cuerpos laterales, el gris plomizo de la Columnata Dórica con su tímpano del Palacio de la Bolsa. A continuación, la robusta fábrica del Museo Galileo y, pegado a él, las arquerías de los Uffizi, con el Piazzale que desemboca en una gran balaustrada sobre el río en la que se amontonan los visitantes, como un ensayo para las apreturas que se disponen a vivir en el vecino Ponte Vecchio, que, incluso en este momento de la mañana, ya son apreciables sobre el Belvedere que mira hacia el Ponte Alegrazie. También tenemos una visión formidable de las arcadas que cargan el corredor basariano, cuando sale del museo. Y, efectivamente, tras algunos circunloquios callejeros de Rivera, y algunas cuestas escalonadas que no nos llevan a ninguna parte, desembocamos en el Vecchio Ponte, que, como ya sabíamos, encontramos lleno de transeúntes que no transitaban, sino que se desplazaba de la balaustrada de un lado, presidida por el busto de Benvenuto Ceggini, a la galería del otro, de un punto a otro del puente, pero siempre en corto, hasta inmovilizarse en algún lugar, hacer una foto imposible, mirar un escaparate para disimular, asomarse al río, señalar otro puente en la distancia o escuchar a un artista callejero que canta en impecable español el Mediterráneo de Serrat con el complacido entusiasmo del corro.
Nosotros hemos cumplido el rito, somos del mismo barro, en definitiva, bueno, mi amigo Alfonso no, él. Es ya un ente superior, y salimos pronto de allí. Cuando no hay que pasar por el puente es por la tarde, en las proximidades del crepúsculo, pues, entonces sí, abarrotado del todo, la gente ocupa hasta la nariz del escultor para ver el atardecer sobre el río, y la ciudad como si estuvieran en los acantilados de su unión a los pies del templo de Poseidón. Otro paseo bonito en Florencia es el que parte de Puerta Romana, y asciende por el Mons Fiorentinus hasta San Mignato al Monte. Cruzando el ponte a Yacarraia y caminando derechamente por vía de Iserragli llegamos a Puerta Romana, construida en el siglo XIV, como un en la muralla de la ciudad.
Y situada en el camino que conducía a Roma. Aquí subimos a un autobús que nos dejará en una glorieta y, con un corto paseo a pie, alcanzaremos nuestro objetivo, la joya arquitectónica de la basílica de San Mignato al Monte, en la cima de la colina de las Cruces, la más elevada de la ciudad. Una de las obras maestras del románico florentino, cuya construcción se inició en el siglo XI. San Mignato es el primer puente de la ciudad.
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