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Las Narraciones de Morfeo
6 - La nube purpúrea

6 - La nube purpúrea 204g5n

7/3/2025 · 05:10
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Las Narraciones de Morfeo

Descripción de 6 - La nube purpúrea 5f5ov

Una nueva narración de Morfeo. Este es un breve relato, una libre adaptación de la novela de M.P.Shiel titulada "La nube purpúrea". Un hecho en el polo norte despliega el apocalipsis en la Tierra. ¿Qué le deparará al protagonista la vuelta a la civilización? Disfruta de esta nueva entrega y deja tu comentario. Os espero pronto en Las narraciones de Morfeo 61g32

Lee el podcast de 6 - La nube purpúrea

Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.

Ven, viajero. Acércate y relájate. Escucha mis narraciones mientras esperas tu turno para subirte a la barca que te llevará en tu último viaje. Toma asiento y disfruta. Por cierto, mi nombre es Morfeo. Abre bien tus oídos y déjate envolver con el velo del sueño.

LA NUBE PURPURIA Una libre adaptación del relato de M. P. Siel La nube purpuria surgió en el horizonte cuando puse pie en aquel lugar prohibido, en el corazón helado del Polo Norte. Todo el viaje había sido una odisea de frío y desesperación, un desafío al mismo límite de la existencia humana. Y, sin embargo, cuando crucé aquella zona que nunca había sido hallada por el hombre, el mundo cambió. El aire se volvió denso, el hielo crujió con un lamento extraño y, desde el horizonte, un resplandor purpúreo comenzó a extenderse. Al principio lo tomé por un fenómeno natural, una aurora desconocida.

Pero cuando la bruma descendió y cubrió todo a su paso, entendí que aquello era un heraldo de muerte. Mis compañeros cayeron primero, uno a uno, sin un grito, sin una súplica, desplomándose como si la vida misma hubiera sido arrancada de sus cuerpos. Cuando regresé al barco, esperaba encontrar refugio, pero la muerte ya había reclamado a toda la tripulación.

Los cuerpos yacían exactamente en la misma posición en la que se encontraban antes de que la nube los alcanzara, como si hubieran quedado congelados en el tiempo. Algunos aún aferraban los instrumentos de navegación, otros miraban al horizonte con ojos vacíos, sus expresiones reflejando el instante exacto que sus corazones dejaron de latir. No había rastro de vida, sólo el eco de mis propios pasos resonando en la vastedad de la nada.

Con el corazón latiendo frenéticamente, emprendí el regreso a Inglaterra, navegando un océano plagado de embarcaciones fantasma, donde cada tripulación había sufrido el mismo destino que la mía. Sus rostros estaban pálidos, sus cuerpos inmóviles en las mismas posturas que habían tenido en sus últimos momentos de vida. Los barcos flotaban a la deriva sin propósito ni dirección. En cada rincón del mundo, los cadáveres permanecían exactamente donde estaban cuando la nube los alcanzó. En las casas, las calles, los templos, en posiciones cotidianas que ahora parecían grotescas.

Un panadero seguía de pie con la mano extendida hacia la masa, un conductor aferraba el volante de su carruaje, los músicos en una plaza aún sostenían sus instrumentos en un concierto interno. Ni siquiera los animales habían escapado a la masacre. Los perros y gatos yacían en las calles como si estuvieran dormidos, los caballos permanecían de pie en sus establos, las aves detenidas en el aire, plomadas en el suelo con sus alas aún extendidas. No entendía por qué había sobrevivido.

Quizás había sido elegido para atestiguar la desolación, quizás era una maldición, o tal vez un castigo. Vagué por ciudades vacías, sus luces apagadas, sus calles desmoronándose sin nadie que las transitara, y en mi soledad una locura feroz me tomó. ¿Para qué servían las grandes ciudades si no había nadie para habitarlas? ¿Para qué los palacios, las catedrales, las bibliotecas? Eran monumentos a una humanidad muerta. Si la civilización había sido aniquilada, no debía quedar rastro de ella.

Así que, con manos temblorosas y ojos vacíos, me convertí en su destructor. Prendí fuego a Londres, y sus grandes construcciones se derrumbaron bajo un cielo negro de ceniza. París ardió bajo mis llamas, consumiéndose como un último suspiro. Nueva York, Roma, Moscú, una a una, las ciudades desaparecieron bajo el estruendo del fuego. No existía la culpa, sólo una necesidad salvaje de borrar todo, de que nada quedara tras de mí.

Si Dios había decidido aniquilar a la humanidad, yo terminaría su obra. Pero entonces la encontré. Fue en una ciudad olvidada, entre ruinas calcinadas y el humo de mis propios pecados. Era una figura pequeña, frágil, apenas un susurro de vida en medio del silencio. Una joven, de cabellos oscuros y piel pálida, con ojos que reflejaban el mismo horror que yo había visto en todas partes. No supe si era real o una alucinación nacida de mi soledad.

Me acerqué, tembloroso, y ella me miró con la misma incredulidad con la que yo la observaba. No supe qué decir, no supe qué hacer. Había pasado tanto tiempo en la soledad que la presencia de otro ser vivo me resultaba insoportable. Había creído que era el único, el último, que mi destino era ser el testigo final de un mundo muerto, pero ahí estaba ella, tan real como el viento que soplaba entre las ruinas. No dije nada, ella tampoco. Solo nos miramos, bajo el cielo teñido de purpura, en un mundo donde solo quedábamos nosotros.

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