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La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada | Gabriel García Márquez

La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada | Gabriel García Márquez 6n2w24

8/5/2025 · 01:31:59
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Escucha "La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada", una obra maestra de Gabriel García Márquez. Este audiolibro completo narra la conmovedora historia de Eréndira, una joven inocente explotada por su cruel abuela, en un relato donde se entrelazan el realismo mágico, la inocencia, la codicia y el amor imposible. Una narración intensa y profunda que refleja la complejidad del ser humano y la brutalidad disfrazada de cariño en una historia llena de simbolismos y emociones. Suscríbete al canal y activa la campana 🔔 para más audiolibros de la mejor literatura universal. #Erendira #GabrielGarciaMarquez #Audiolibro #RealismoMagico #LiteraturaUniversal #CuentosClásicos #Mityc @mityc.oficial https://youtu.be/drpE0k_OhMo 6n6m4j

Lee el podcast de La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada | Gabriel García Márquez

Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.

La increíble y triste historia de la cándida Eréndida y su abuela desalmada.

Eréndira estaba bañando a la abuela cuando empezó el viento de su desgracia.

La enorme mansión de argamasa lunar, extraviada en la soledad del desierto, se estremeció hasta los estribos con la primera embestida.

Pero Eréndira y la abuela estaban hechas a los riesgos de aquella naturaleza desatinada y apenas y notaron el calibre del viento en el baño adornado de pavos reales repetidos y mosaicos pueriles de termas romanas.

La abuela, desnuda y grande, parecía una hermosa ballena blanca en la alberca de mármol.

La nieta había cumplido apenas los 14 años, y era lánguida y de huesos tiernos, y demasiado mansa para su edad.

Con una parsimonia que tenía algo de rigor sagrado le hacía abluciones a la abuela con un agua en la que había hervido plantas depurativas y hojas de buen olor, y éstas se quedaban pegadas en las espaldas suculentas, en los cabellos metálicos y sueltos, en el hombro potente tatuado sin piedad con un escarnio de marineros.

Anoche soñé que estaba esperando una carta, dijo la abuela.

Eréndira, que nunca hablaba si no era por motivos ineludibles, preguntó, ¿qué día era en el sueño? Jueves. Entonces era una carta con malas noticias, dijo Eréndira, pero no llegará nunca.

Cuando acabó de bañarla, llevó a la abuela a su dormitorio.

Era tan gorda que sólo podía caminar apoyada en el hombro de la nieta, o con un báculo que parecía de obispo, pero aún en sus diligencias más difíciles se notaba el dominio de una grandeza anticuada.

En la alcoba compuesta con un criterio excesivo y un poco de mente, como toda la casa, Eréndira necesitó dos horas más para arreglar a la abuela.

Le desenredó el cabello hebra por hebra, se lo perfumó y se lo peinó, le puso un vestido de flores ecuatoriales, le empolvó la cara con harina de talco, le pintó los labios con carmín, las mejillas con colorete, los párpados con almizcle y las uñas con esmalte de nácar.

Y cuando la tuvo emperifollada como una muñeca más grande que el tamaño humano la llevó a un jardín artificial de flores ofocantes como las del vestido, la sentó en una poltrona que tenía el fundamento y la alcurnia de un trono.

Y la dejó escuchando los discos fugaces del gramófono de bocina.

Mientras la abuela navegaba por las ciénagas del pasado, Eréndira se ocupó de barrer la casa, que era oscura y abigarrada, con muebles frenéticos y estatuas de Césares inventados y arañas de lágrimas y ángeles de alabastro, y un piano con barniz de oro y numerosos relojes de formas y medidas imprevisibles.

Tenía en el patio una cisterna para almacenar durante muchos años el agua llevada a lomo de indio desde manantiales remotos y en una argolla de la cisterna había un avestruz raquítico, el único animal de plumas que pudo sobrevivir al tormento de aquel clima malvado.

Estaba lejos de todo, en el alma del desierto, junto a una ranchería de calles miserables y ardientes, donde los chivos se suicidaban de desolación cuando soplaba el viento de la desgracia.

Aquel refugio incomprensible había sido construido por el marido de la abuela, un contrabandista legendario que se llamaba Amadís, con quien ella tuvo un hijo que también se llamaba Amadís y que fue el padre de Eréndira.

Nadie conoció los orígenes ni los motivos de esa familia.

La versión más conocida en lengua de indios era que Amadís, el padre, había rescatado a su hermosa mujer de un prostíbulo de las Antillas, donde mató a un hombre a cuchilladas y la traspuso para siempre en la impunidad del desierto.

Cuando los Amadíses murieron, el uno de fiebres melancólicas y el otro acribillado en un pleito de rivales, la mujer enterró los cadáveres en el patio, despachó a las 14 sirvientas descalzas y siguió apacentando sus sueños de grandeza en la penumbra de la casa furtiva, gracias al sacrificio de la nieta bastarda que había criado desde el nacimiento.

Solo para dar cuerda y concertar a los relojes Eréndira necesitaba seis horas.

El día en que empezó su desgracia no tuvo que hacerlo, pues los relojes tenían cuerda hasta la mañana siguiente, pero en cambio debió bañar y sobrevestir a la abuela, fregar los pisos, cocinar el almuerzo y bruñir la cristalería.

Hacia las once, cuando le cambió el agua al cubo del avestruz y regó los hierbajos desérticos de las tumbas contiguas de los Amadíses, tuvo que contrariar el coraje del viento que se había vuelto insoportable, pero no sintió el mal presagio de que aquel fuera el viento de su desgracia.

A las doce estaba puliendo las últimas copas de champaña, cuando percibió un olor de caldo tierno, y tuvo que hacer un milagro para llegar corriendo hasta la cocina sin dejar a su padre y su hija.

Apenas se alcanzó a quitar la olla, que empezaba a derramarse en la hornilla.

Luego puso al fuego un guiso que ya tenía preparado, y aprovechó la ocasión para sentarse a descansar en un banco de la cocina.

Cerró los ojos, los abrió después con una expresión sin cansancio y empezó a echar la sopa en la sopera.

Trabajaba dormida.

La abuela se había sentado sola en el extremo de una mesa de banquete con un paquete de frutas y verduras, y la abuela se había sentado sola en el extremo de una mesa de banquete con un paquete de frutas y verduras.

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