
Descripción de Chapter 14 2w452f
Punto de fuga - Chapter 14 206917
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Me refugié en el estudio y me volví a Ariska con mis amigas. No pude conversar con Andrea, ni mirarla, ni hablar de ella. La veía como una vil faltona, así Gustavo nunca hubiera sido realmente mi novio, y así la muy odiada fuera otra más de las chicas del círculo de pajaritas que revoloteaban alrededor de un bello gallinazo de pelo largo y ojos de contaminada inocencia.
Claro que me daba envidia y hubiera querido ser la elegida, como lo pensé aquella noche de la discoteca, como lo viví imaginariamente en los meses que siguieron, cuando su ausencia me mortificaba deliciosamente. Pero las cosas habían cambiado en mi contra y no tuve otra alternativa para contener mi dolorosa rabia. Irme al polo opuesto de mi cotidianidad, revertirme en el juicio y la dedicación académica. Corté con Alondra y Jazmín, testigos excepcionales de mi frustración. Mamá se extrañó por los cambios y casi se muere de un infarto cuando comprobó que mis calificaciones mejoraron ostensiblemente.
Llegué a aizar bandera para asombro de mis condisípulas, de los profesores y de mí misma.
El más importante de los refugios que creo haber conocido y que contribuyó a las modificaciones que en mí empezaron a darse fue la lectura. En mis caídas emocionales lograba escaparme y soñar y descubrir maravillas en la magia de los libros. Las palabras siempre me fascinaron. Fueron parte mía, a mi manera, en mis momentos. Me encantaba relacionarme con ellas, leyendo horas y horas que me sacaban del marasmo y de la melancolía esteparia, como me gustó decir después de leer a Jesse.
Acceder al ritmo de historias y conceptos, devorar párrafos, inventar mundos paralelos, conocer paisajes y personajes, leyendas y ciudades, defectos y virtudes, locuras y deslices, amores terribles y fracasos sublimes, transmutarse leyendo, cambiar de fases, reacomodar tiempos, didatar espacios, volar o nadar o ser princesa, mártir, diosa o amante de fábula.
Leí incansablemente. Me enamoré de fantasmas y poetas y me deleité con ellos como se me antojó, porque leyendo también aprendí a ser libre en esa dimensión tan especial de la literatura. La biblioteca del colegio se volvió mi lugar favorito, y en mi cuarto comenzaron a formarse los primeros montoncitos de libros que iba leyendo y releyendo con devoción fanática. Conrad, Flaubert, Camus, Vallejo y otros que me llegaron por un encuentro fortuito, que nació de un choque accidental a la salida del colegio, cuando me estrellé con el profesor de filosofía, un tipo joven, medio calvo, visco, de barba rala.
Mis cuadernos cayeron al piso y, por ayudar a recogerlos, dejó en el suelo algunas hojas de calificaciones y tres libros que luego me prestaría y que para mí resultaron exóticos, misteriosos, un poco prohibidos. La gramática de la vida, la casa del incesto y la primavera negra. Yo levanté sus libros mientras él corría tras las hojas.
Después me saludó de una manera especial, que nunca había utilizado en clase, acentuando las frases, haciendo pirotecnia con la retórica de una forma brillante que me descrestó de primerazo. Me pareció interesante, una novedad, una máquina de frases exactas con arabescos verbales que parecían no pertenecer a su complexión de monigote. Físicamente era feo e intelectualmente atractivo. Esa vez me dijo que los libros eran delirio y sabiduría, y que yo era tan inteligente como sensual y bonita.
No puedo negar que me halagó hasta ruborizarme y que el piropo resultó nuevo, nada que ver con los que había escuchado. Conversamos unos minutos que sirvieron para que se produjera un o distinto y para que yo aceptara el préstamo de los libros y la promesa de hablar luego acerca de lo leído. Las lecturas elevaron mis calificaciones y nos permitieron conversar en horarios que se alargaban en los recreos y que luego fueron extendiéndose a los fines de semana y a la complicidad de cafeterías donde nos sentábamos a tomar cappuccino y a comentar autores que yo leía y que él me explicaba por completo, con pelos, señales y acotaciones personales que solía subrayar en primera persona singular, como si fuera un genio incomprendido, felizmente condenado a dictar clases en un colegio femenino. Así fue naciendo de mi parte una especie de respetuosa iración, y por su lado germinó un anhelo mal disimulado de pretensión afectiva, que lo condujo a confesar.
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